Tus ojos de sol
y tu melena sin tiempo
han viajado veinte años
a lomo de infancia
para residir en este poema.
Has resbalado
por la pendiente
de la selva
como agua purificada
en el filtro natural
de la tierra
y has formado charcas
en el seno de la sierra.
Tu ladrar de bosque
se confunde con el
líquido de hojas
en caer de silencios
y tu presencia
llega como incesante
aguacero.
Otros seres
llegaron y se fueron
con sueño,
pero nadie dejó
tan maltrecho el ánimo
ni nadie encendió, como tú,
la llama de mi fuego.
En julio de fiesta
un estrépito de autos
nos llegó lejano
y murmullo de gente
avisó de tu encierro.
A solas,
te fuiste ladrando
en un golpe de suerte
y diez hilillos
de sangre te corrieron
por los dientes,
y mil gritos de llanto
barrieron el polvo
de tu muerte.
Los niños
te recogimos
cuando ya eras
silencio de asfalto
y las mujeres
te lloraron, incansables,
y mi madre, en agonía,
te insultaba por esa
manera tan absurda
de abandonarnos.
Los mayores, hombres,
abrieron en suelo fértil
un nicho de tierra
en qué meterte,
y te lanzaron
al profundo abismo
para protegerte.
Pero todos lo sabíamos…
tú, Capri, te irías
por sendas irreconocibles
hacia un mundo lejano
y sombrío del que ya
nunca retornarías.
Y así fue.
En el tiempo te buscamos
-llamándote incesante-
y nunca más ni siquiera
un ojo devolviste.
Hoy, otras dudas,
otros golpes terribles
de la vida
te sacan de ese inmenso
vacío y te colocan
al borde de mi pluma
para preservarte del olvido.
¡Capri!
Nombre que te designó
se trocó en hoja al viento…
llanto cristalino…
nota de poema…
¡Capri!
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